Más allá del aburrimiento profundo: reseña de "La sociedad del cansancio" de Byung-chul Han
Cada momento es el final de los tiempos y, de esta manera, cada texto es la culminación de todos los que lo preceden. ¿En qué contribuye el libro de Byung-chul Han a la historia de la filosofía? Es una continuación del psicoanálisis del siglo XX, que todavía inunda el discurso académico moderno, enfermamente contaminado de influencias deleuzianas. La premisa es evidente, quizá incluso fútil. Han no es la persona más calificada para discutir la epidemia de enfermedades mentales que aqueja a la sociedad contemporánea. Entre líneas, me parece que el autor es consciente de ello; una paráfrasis de Heidegger, que sin duda será de mayor interés para sus lectores, pasa desapercibida, no se cita la fuente ni se le da más importancia que una mención pasajera; no así una cita a un artículo del área de inmunología, completamente fuera de lugar para un libro de materia filosófica y que, intuyo, sirve solamente para justificar el excesivo uso de terminología médica del que Han hace gala en la obra.
Como otras obras que saturan el discurso contemporáneo, el libro busca dar inicio a una nueva definición de una problemática existente. Como otras obras, lo hace a través de la invención de una terminología que, por lo menos, es metafórica y no completamente arbitraria. Han escoge la ya cansada analogía de la sociedad como un organismo biológico. En este aspecto, recuerda a la catastrófica obra magna de Deleuze y Guatari, Anti-Edipo, sin llegar a los niveles de palabrería cacofónica de ésta, pese a que no le dista por mucho. El autor construye esta metáfora para luego clasificarla como inadecuada. En otras palabras, edifica un castillo de arena y se jacta después de su destrucción. Pretende demeritar el denominado sistema inmunológico sin abandonar nunca su contexto. La sociedad, quizá la occidental en específico, es un organismo vivo pese a que ya no se defiende contra agentes externos. El autor repite la falaz sentencia, parafraseando a Borges, de que todos los lugares son distintos o de que son iguales. Erróneamente, Han describe la decadente hegemonía occidental como un síntoma del sincretismo cultural.
El autor clasifica, con más soberbia que razón, a las patologías modernas como digestivas y neuronales, de nuevo, recordando al Anti-Edipo y su imperante necesidad de categorización anatómica. Critica a Baudrillard como inadecuado, sin dejar de cometer los mismos traspiés, es decir, identifica a la sociedad contemporánea atributos fisiológicos. El autor, sin embargo, va más allá al definir patologías psicológicas como consecuencia de este supuesto entorno social. Que la pobre salud mental del individuo moderno está dictaminada por su entorno no sorprende a nadie. Han, no obstante, busca renovar el anticuado discurso cambiando su génesis del capitalismo que es el principal acusado en las fuentes socialistas para dirigirlo a “una sociedad que es demasiado igual”.
En el siguiente capítulo Han, sin duda acomodado a la sociedad de consumo, incurre en el error de creer que el yugo de la sociedad se ha desvanecido. Para él, la sociedad ha entrado en un estado de posibilidad deshinibida en el que es precisamente este sin límite de posibilidades lo que incapacita al individuo. La sociedad que el autor describe parece más adecuada a las extenuantes economías orientales (Japón, Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur, más recientemente China), en las que el subconsciente colectivo ha introyectado la expectativa social en una forma de identidad personal. Sin embargo el autor deliberadamente omite el entorno histórico-cultural de esta interpretación confucianista del capitalismo y como sus circunstancias no son aplicables al contexto occidental. Ezra F. Vogel escribe:
These four institutions and cultural practices rooted in the Confucian tradition but adapted to the needs of an industrial society–a meritocratic elite, an entrance exam system, the importance of the group, and the goal of self-improvement–have helped East Asia make use of their special situational advantages and new worldwide opportunities.1
Han desfachatadamente omite el papel que los cánceres de la iniciativa privada, específicamente los mono/oligopolios y conglomerados, ejercen en la explotación del individuo moderno. La depresión, argumenta, es consecuencia de la auto-explotación y no de la explotación por parte de un tercero. Incluso aún, sin ningún tipo de vergüenza, busca abstraer la explotación haciéndola parte del imaginario colectivo, como parte de una cultura de trabajo excesiva en sí, en lugar de apuntar que los causantes de la explotación laboral son individuos que acarrean responsabilidades éticas que voluntariamente desoyen. “El sujeto del rendimiento no está sometido a ninguna instancia externa de dominio que le obligue a trabajar o incluso lo explote. Es dueño y soberano de sí mismo. No se subordina a nadie, o en todo caso solo a sí mismo.” Escribe el autor, posiblemente convencido de que es verdad, ignorando los problemas que aún colman al ciudadano de a pie, sobre el cual caen todavía los pesos de opresores varios que van desde las adicciones hasta la arquitectura misma que ejerce una hostilidad contra el transeúnte en la megalópolis contemporánea.
A partir del tercer capítulo el libro redobla en sus intenciones masturbatorias y rebuscadas. Ya sin ningún dejo de culpa el autor incurre en contradicciones y referencias que sirven simplemente para acrecentar el “valor” académico de la obra. Paráfrasis diversas a Nietzsche, Heidegger y Arendt son, a mi parecer, simples matices que sirven para sazonar una obra que, por sí sola, no puede mantenerse en pie. Han los cita, suelta una verborrea, después los contradice no de manera menos estentórea, para al final construir capítulos escuetos construidos con poco más que sentencias que buscan el asombro inmediato, y que quizá lo logran en los círculos intelectuales a los que el autor busca apelar. Un ejemplo no será gratuito. En el capítulo “Aburrimiento profundo”, Han escribe:
Los recientes desarrollos sociales y el cambio estructural de la atención hacen que la sociedad humana se parezca cada vez más a la naturaleza salvaje.
En el capítulo siguiente, “Vita activa”, Han parece haber completamente olvidado lo que escribió en el anterior, actitud que solo contribuye a confirmar la tésis de la intrascendencia de lo escrito:
Si renunciara a su individualidad y se sumiera por completo en un proceso genérico, tendría al menos la serenidad del animal. En sentido estricto, el animal laborans de la Modernidad tardía es cualquier cosa menos animal.
El hombre moderno es, pues, simultáneamente animal y no-animal, y el animal es, a su vez, salvaje y sereno. Simplemente para iluminar aún más los párrafos insustanciales que el autor pinta mencionaré que dichas frases están rodeadas por otras que pretenden ser metafóricas para dotar al libro de una belleza que no tiene.
Se puede entrever porque la obra de Han goza de la atolondrada admiración de la crítica. Dota de epítetos magnánimos a las ya cansadas inferencias del vulgo. Es un libro que no contribuye en nada al discurso filosófico. Cansadamente se apropia del conocimiento popular (Facebook es malo, trabajamos demasiado, estamos expuestos a demasiados estímulos, etc…) y los expone con una grandilocuencia enfermiza. Nadie en su sano juicio debería leer este libro y descreo de cualquiera que diga haberlo disfrutado genuinamente.
Footnotes
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Ezra F. Vogel, The Four Little Dragons, Cambridge, Harvard University Press, 1991, p. 101. ↩